Hace un año un conocido de mi padre nos regaló un laurel. Hacía tiempo que queríamos tener un laurel en la huerta, lo habíamos intentado varias veces con pequeños brotes con raíz. El laurel crecía "salvaje" junto a la valla de su huerta, nosotros fuimos y lo arrancamos de su lugar de nacimiento para llevárnoslo. Era un árbol con pocas ramas, pero con una considerable altura. Antes de plantarlo en la huerta, mi padre me preguntó si lo podábamos algo para que agarrara con mayor facilidad, yo le dije que me daba pena quitarle la guía, su patrón de desarrollo. Lo plantamos casi tal cual, tenía bastante raíz, eso sí desprovista de tierra ya. Lo regamos abundantemente, durante el resto de la primavera no cambió considerablemente; con la llegada del verano, sus hojas se tornaron de una coloración marronácea y a lo largo de los meses se fueron desprendiendo, quedando dos o tres hojas medio secas y el tronco verde. No teníamos esperanzas para él, pero tampoco prisa por arrancarlo. Al llegar esta primavera, de una forma inesperada, casi milagrosa, en sus ramas aparecieron pequeños botones. La primavera avanza rauda sobre el resto de plantas de la huerta, pero unas pequeñas hojas se desenroscan perezosamente de nuestro laurel. Mi padre dice que cuando te acercas a él, puedes percibir el aroma. Yo pienso que nuestro laurel todavía no se ha salvado, puede que sólo sea un espejismo de la primavera, un último aliento de un tronco todavía verde.
Un rallo de luna acaricia su cara, una cara pálida en la fría noche. Un pequeño brote surge de su corazón, es agitado por el viento y la lluvia.